En mi niñez fui feliz.
Gocé de la felicidad única que poseen los niños, esa felicidad que te entrega el no tener muchas responsabilidades y el ser amada por todo el mundo.
Desde muy pequeña estuve encerrada en una sala, puesto que poco tiempo después que mi madre me sacara a este mundo, me tuvo que poner en una sala cuna. Es comprensible, pues ella trabajaba y como todos saben conseguir un trabajo es muy dificil, en estos tiempos, como en aquellos.
Creo que el primer recuerdo que tengo de esa época es el de un cumpleaños que celebraron alli. Hasta podría haber sido el mío por que recuerdo que me pusieron una corona de cartón metalizado color rojo. Estaba en una mesita con dos niños más. Y recuerdo que nos pusieron una enorme torta blanca con una guinda en el centro. De tanto en tanto intentaba a hurtadillas el meterle el dedo a la torta, es que se veia muy deliciosa. Después de unas cuantas tentativas fallidas, con una de los niños que estaba en la mesa conmigo, logramos sacarle una buena cantidad de crema a la torta, nos sacaron una foto y la torta desapareció, para luego llegar hecha pedazos en unos platos verdes para cada uno.
Fui criada mayormente por tías de jardín infantil y por mi abuela materna, a la cual le agradezco y amo por todas las tardes que dedicó a cuidarme, enseñarme y amarme. Ella no era de las abuelitas que regalonean a sus nietos con dulces, abrazos y caricias, era de las abuelas firmes que te enseñan a respetar y ser una persona buena.
Conservo en mi memoria sus cuidados cuando enfermaba y sus retos cuando me equivocaba, sus caldos de pollo y carne y la malta con huevo y el pan tostado.
El jardín de su casa era una selva llena de flores y árboles, y había reglas para todo. No romper las plantas, ni pisarlas, ni mojarse las manos ni jugar con barro. Era una casa estricta, pero llena de amor. Tenía un enorme televisor que cuando era encendido sonaba como un camión y sillones enormes tapados con cubresofas hechos con genero grueso verde y con flores blancas. No se podía saltar arriba de ellos. Si tenia el gran derecho a bajar las escaleras sentada, dando saltos alocados por los escalones de madera con el traste: pom pom pom pom! hasta llegar al suelo de baldosas oscuras.
Nunca mi abuela me pegó, con el castigo o el reto era suficiente, pues era como si ella fuera la ley en aquella casa.
Mi "Güeli Marta" me enseñó a respetar, y eso selo agradezco en demasía.
Mi infancia era feliz, encontré cariño y orden, principios y valores, y a una abuela a quien jamás le reproche un arrumaco exagerado, por que con todo el cuidados y educación que obtuve de ella, me basto para darme cuenta que en el buen sentido de la frase, "Quien te quiere, te aporrea"
jueves, 27 de septiembre de 2007
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